Ecuador enfrenta un complejo escenario en materia de integridad pública. A pesar de contar con un amplio marco legal y la adhesión a diversos tratados internacionales diseñados para combatir la corrupción, el país se ubica en el puesto 121 del Índice de Percepción de Corrupción a nivel mundial. Por ello, la pregunta es inevitable: ¿por qué las normas anticorrupción no están funcionando como deberían?
La respuesta no es sencilla. Sin embargo, para Jorge Benítez, docente de la Maestría en Derecho Penal de la UTPL, el problema no radica solo en las fallas institucionales, sino también en la forma en que la corrupción funciona como un sistema paralelo que convive y, en ocasiones, se entrelaza con el ordenamiento jurídico formal.
“La corrupción no actúa desde fuera del derecho penal; lo permea, lo instrumentaliza y lo vuelve ineficaz”, afirma el académico.
Este fenómeno se define como el abuso del poder público para obtener beneficios privados y, para funcionar, se apoya en redes que se adaptan, se reconfiguran y terminan debilitando los mecanismos formales de control.
Desde la perspectiva académica, las normatividades complementarias corruptas se consolidan en tres niveles:
Cuando estos niveles se articulan, la corrupción deja de ser una conducta aislada y se convierte en una norma no escrita, difícil de desmontar desde las herramientas tradicionales del derecho penal.
Del mismo modo, explica Benítez, mientras el derecho penal busca justicia, reparación y orden mediante normas claras y sanciones proporcionales, la corrupción opera con una lógica totalmente distinta: la de la trampa, el engaño y el beneficio particular. Son dos sistemas que no solo coexisten, sino que interactúan y se influyen mutuamente, por lo que comprender esta dualidad es un paso esencial para enfrentar el problema.
Frente a la lucha contra la corrupción según el académico, el trabajo no puede recaer únicamente en las instituciones estatales encargadas del control. Su estructura burocrática y rígida (Fiscalía, Contraloría, Judicatura, entre otras) y su limitada capacidad de reacción hacen necesario mirar hacia otro actor clave: la sociedad civil.
Aquí el ciudadano no delega su poder moral sino más bien lo ejerce directamente mediante posibles acciones, tales como:
El reto no es solo jurídico, sino cultural: enfrentar la corrupción requiere una sociedad civil organizada que promueva una nueva lógica ética orientada al bien común; en un país donde este problema afecta a todos los niveles, la solución no depende únicamente de endurecer leyes, sino de que las personas y las comunidades transformen la forma en que se relacionan con el poder.
Docente de la Maestría en Derecho Penal, mención Derecho Procesal Penal
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